miércoles, 26 de octubre de 2016

Las primaveras abastecen las tumbas

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Ante ellas, la piedra fría, blanca, reflectante de la palidez de los soldados muertos que contiene, sella un silencio perfecto, sólo quebrado por el pecho de las viudas al partirse en llanto. Todas ellas aves de plumaje oscuro que rondan los estragos de la guerra como carroñeras ávidas de tragedia con la que nutrir el valor de su existencia: sufrir por amor. Una vez satisfecha su razón de ser reconocen su propio desamparo, consecuencia lógica de haberse consagrado a un concepto de feminidad que cultiva una tan deliberada como falsa fragilidad, y que hace de la dependencia de un hombre su único medio de supervivencia. Así, olvidan al marido al segundo de haberlo enterrado, y se desplazan al polo opuesto de su dualidad vital: la preocupación por la conquista de un nuevo amor con el que ocupar sus mentes y sus corazones, un nuevo eje sobre el que reorganizar la existencia propia, entorno al cual enredarse como la hiedra que crece tanto como su sostén. Cuanto más alto sea él, tanto más elevada será su posición en el mundo. Un mundo que jamás reservó tronos a las reinas; sólo les concedió reyes. ¿Y qué le queda a la mujer sino ser mujer y someterse a sus circunstancias? No sienten que su practicismo materialista merezca ningún reproche. Nunca se les pasaría por la cabeza, ni siquiera como una idea fugaz y extraña a ellas mismas. Por tanto, se despiden de su antiguo dueño dejando una flor simbólica de su amor sobre la tumba: una desarrapada flor arrancada de la tierra, privada de raíces profundas, que vuela en el capricho del viento y cuyos pétalos caen revelando una desnudez mercenaria, quedando reducida a un corazón estéril cuyas semillas se pudren antes de fertilizar la tierra.

Así acostumbraban a ser las flores y las primaveras tiempo atrás.

miércoles, 15 de junio de 2016

El último tren que no llega

Artwork by Andreas Lie



Toma asiento en uno de los bancos de la estación y acomoda el escaso equipaje a sus pies. El humo del tren que va a efectuar su salida en breve se concentra en el aire y una fina polvareda gris lo cubre de la cabeza a los pies. Se restriega un poco los ojos, que le pican. Mira el reloj suspendido sobre la pared de enfrente. Sus pies se echan carreras el uno al otro, cabalgando suspendidos sin avanzar a ninguna parte. Comprueba la hora en su reloj de bolsillo. Se mira las manos. Son digno reflejo de su vida con la mugre enquistada en sus uñas, y los callos y las asperezas en las palmas y en la yema de los dedos. Se quita el sombrero, se mesa los cabellos. Mira en la distancia, los raíles desapareciendo de su campo de visión tras una curva acusada. Sus ojos se fijan en un pensamiento. No advierte que alguien se ha sentado a su lado hasta escucha una voz hablándole. Le oye sin que sus palabras penetren en su conciencia. Se gira hacia el intruso, confundido; cuando ve su mano sucia y regordeta tendida en su dirección con la palma hacia arriba comprende: le está pidiendo dinero. Enfoca en él su atención. Es un hombre de mediana edad, aunque muy estropeado. Está gordo y el sombrero ajado que lleva no termina de ocultar el hecho de que se está quedando calvo. Tiene la mirada extraviada de un alcohólico. Y la sonrisa siniestra de quien ha invertido las reacciones físicas que corresponden a la tristeza y a la alegría. Su situación es penosa, lo lleva escrito en su vejez prematura, en su abyecto alcoholismo y en sus ropas desgastadas. Pero él encuentra en ello motivos para reírse. Y no resulta cínico. Resulta muy auténtico, aunque parezca mentira. Denver no lo duda. Ese borracho miserable no le conmueve más de lo que se compadece a sí mismo.

—¿Para qué quieres el dinero? —le pregunta, con abierta hostilidad. Y sólo por hablar de algo. Ya ha decidido que no va a colaborarle en nada a ese viejo.

—Para beber, claro —responde el viejo, muy jovial. Su sonrisa se amplía y deja ver una boca en la que escasean los dientes, y los pocos que le quedan están manchados por las caries, la cafeína y el tabaco.

—Debería darte vergüenza —Denver no puede contener su menosprecio.

—No veo por qué. Beber no sobrepasa mis límites morales. Sobrepasa los tuyos, en todo caso. Entiendo que tengas vergüenza de mí. Está bien. Todavía eres joven y te quedan un montón de creencias ingenuas que violar.

—No tienes autoridad para dudar de mi honradez. No me conoces. Y ya puedes largarte. No pienso ser quien te costee tus vicios asquerosos.

—Entiendo que para ti sea un esfuerzo darme dinero —dice, mirando con evidencia el traje elegante aunque pasado de moda y gastado que viste el joven—. Y entiendo también que darle para vino a un borracho no entre en tu concepto de caridad. ¿Por qué no lo planteamos, mejor, como un negocio?

Denver emite una risotada cínica.

—¿Y qué podrías ofrecerme que valiera mi dinero?

El hombre permanece muy tranquilo mientras contesta:

—Oh, muchacho, tu dinero jamás podrá comprar nada de valor. —Una pausa—. Ni siquiera el amor de ella, ¿eh?

Por primera vez se dibuja una expresión genuina en el rostro de Denver.

—¿Cómo lo sabes? —Se sorprende.

El viejo borracho se encoge de hombros.

—Siempre es la misma historia.

—¿Qué historia?

—El amor. El amor que está muy lejos de darse entre un hombre y una mujer desnudos, despojados de nombre. El amor cuya gracia hay que merecer más allá del acto de amar. El amor que todavía sigue valiendo dinero. Un día te enamoras de la manera más genuina. Te enamoras de una mirada, de un rostro, de un cuerpo, primero. Después accedes al amor a su alma. Y de pronto el mundo te viste a esa virgen desnuda a la que has amado y la engalana como a una reina para decirte que está más allá del reclamo de la carne y del espíritu, y que tu bolsillo, en el que no suenan más de dos céntimos, no puede comprarla. ¿Quién hablo jamás de comprarla? ¿Quién se propuso sacarla a subasta? No los poetas, eso te lo aseguro.

—Esa no es mi historia.

—Ella no vendrá —dice el borracho, muy seguro.

Y suena tan convencido que Denver se sorprende a sí mismo mirándole ávido de premoniciones, como si ese borracho no fuera un simple borracho y ocultara la grandeza arcana de un viejo espíritu, sabio en sus reiteradas reencarnaciones a lo largo de todas las eras del mundo.

—Vendrá —pronuncia Denver, como recordando a destiempo su línea del guion en el teatro de la vida.

El borracho no dice nada. Pero se queda a su lado. Pasan largo rato en silencio. Denver cuenta la partida de hasta cinco trenes hasta que el viejo parece impacientarse ante su propia inactividad y comienza a entretenerse silbando algo que suena a Telemann. La noche cae sobre ellos como un ave de mal agüero. Solamente hay prevista la salida de un tren más. El de medianoche.

—Me voy al bar, chico —Declara de pronto el viejo, haciendo notar su presencia. Ha estado callado la última hora y Denver lo había olvidado por completo, del todo centrado en su pesimismo—. ¿Me acompañas?

—Me quedo a esperarla.

El viejo se levanta. Hace lo inesperado: se planta enfrente de Denver y deja caer una de sus manazas en su hombro en un gesto muy paternal. Aprieta y suelta varias veces seguidas, como si su mano fuera un faro respondiendo a una secuencia que se propone infundirle ánimo. 

Denver no reacciona. Ni siquiera levanta la mirada del sombrero que estruja entre sus manos, que descansan apoyadas en sus rodillas flexionadas.

El viejo permanece tan inmóvil que Denver piensa que ya se ha marchado. Así que cuando habla de nuevo, transcurrido un largo tiempo, siente que su voz llega hasta él a lomos de una ráfaga de viento que viene de muy lejos.

—¿Quieres saber qué me pasó a mí?

Silencio profundo.

—Me quedé a esperarla.

Suspiro.

—Jamás vi del mundo nada de lo que me había propuesto. Es como la religión. Cuando construyes toda tu fe en base de un amor tan grande te vuelves ciego por voluntad propia. Piensas que es mejor tener creencias equivocadas que no tenerlas. Así que te vuelves necio. Alimentas una fe que ya no tiene sostén y luchas contra todas las evidencias que la contradicen. Hasta que un día te llega la noticia de que se casó con algún otro en alguna otra parte. Pero para entonces esperarla se ha vuelto un hábito. Ya no sabes hacer otra cosa en la vida. Y todavía te pasas por la estación a echar la tarde y su fantasma viene por fin a tu encuentro. Ahí tienes a tu virgen. Inmaculada y pura. Tal y como la amaste. Pero su espectro es sólo una inspiración; el sentimiento de tu amor por ella se mantiene vivo e inalterado, pero no tienes el objeto sobre el que proyectarlo. Eres como una pistola cargada, si me entiendes. Tienes que disparar. Así que le buscas sustitutos. Ni siquiera tienen que ser otras mujeres.

El viejo se calla.

Denver cree que ha terminado de hablar. Que incluso se ha ido. Pero entonces:

—Ya habrás adivinado que el vino es mi Camelia ahora.

Denver desplaza ligeramente su mano del sombrero que sostiene al muy próximo contenido de su bolsillo. Acaricia por fuera de la tela el dinero que tanto sudor le ha costado reunir, el dinero que va a permitirles a Mariana y a él empezar una vida de cero juntos. Por un momento se plantea devolverle al viejo su Camelia. Pero eso equivaldría a perder un poco de fe en Mariana y él. Su mano recupera su posición sujetando el sombrero. Levanta la mirada hacia el viejo. Su mirada se había encendido por un instante en el momento en que había percibido a Denver a punto de darle una limosna. Pero el momento ha pasado. Él lo sabe. Sus ojos también, que recuperan el brillo opacado de un cristal sucio que tamiza con sus mugre la luz del sol, que no llega a alcanzarle en el interior jamás.

El viejo se marcha, encorvado y cabizbajo. Seguramente le contará su historia a otra persona e intentará convencerla de que es una necia por aferrarse a una fe que jamás tuvo una raíz firme. Lo más probable es que quiera invitarla a amar a su Camelia, haciéndole olvidar a su Mariana.

Pero él no es esa persona.



sábado, 28 de mayo de 2016

El despertar de una flor.




Cecilia era una niña extraña.

Todos estaban de acuerdo en eso. 

Continuamente era comparada con diversos signos de la religión cristiana. Algunos la asimilaban a una iglesia, porque llevaba dentro un silencio profundo que se pronunciaba en misterio. Porque las vetas de sus ojos azules trazaban dibujos de escenas que ocurrían en su imaginario y que se equiparaban a los vitrales de los templos. Otros decían de ella que parecía un ángel, porque no había rastro de vitalidad activa en ella y más bien se parecía a una criatura pasiva a la que atravesaban la vida, la tristeza, la alegría, el amor, la divinidad y la muerte sin que ella personalmente se proyectara sobre todas aquellas emociones y, en cambio, se limitara a alojarlas temporalmente, a procesarlas y a desecharlas sin que dejaran huella en su corazón. Por eso mismo se rumoreaba que Cecilia había nacido sin sexo, como los ángeles, y que no albergaba ninguna clase de curiosidad carnal ni ejecutaba ningún tipo de exploración de su cuerpo, tal y como es normal a esas edades.

Pero nadie conocía a Cecilia. Nadie tenía autoridad para hablar de Cecilia, ni siquiera sus padres o sus hermanas. Porque Cecilia no se compartía con nadie. Y porque Cristiano había contado que Cecilia se había aparecido un día en su casa para pedirle que le hiciera el amor. Esa petición echaba por tierra las teorías más extendidas sobre la naturaleza de ella. Cuando ocurrió Cecilia tenía trece años. La cifra que inscribieron en su lápida.

Cristiano tenía dieciséis años por aquel entonces. No era virgen. Era el único de nosotros que no lo era. Sus genes italianos, sin duda, le habían orientado hacia el éxito en cuestiones de faldas. Nosotros carecíamos de esa ventaja genética. Apenas éramos capaces de concebir a las chicas como seres humanos y no podíamos evitar elevarlas a la categoría de Diosas. La única mundanidad que les permitíamos era la menstruación, por ser un fenómeno misterioso y sagrado que nos excluía a nosotros. Pero ellas no meaban ni cagaban. Ellas no hacían nada con sus vidas aparte de ser hermosas e inalcanzables y de esbozar sonrisas que nos hacían deducir que no percibíamos ni la mitad de lo que ellas procesaban del mundo, de su alrededor y de nosotros. Si alguno hablaba delante de ellas era siempre para su desgracia, para soltar alguna obviedad o algún sinsentido que ellas celebraban con una carcajada que les confirmaba su ya sospechada superioridad sobre nosotros. Después esbozaban esa mirada de compasión que tanto odiábamos, nos llevaban a un lugar apartado y en sombras y nos permitían tocarles una teta por encima de la ropa. Sabíamos que aceptar era humillarnos aún más, pero no podíamos evitarlo y ellas más que excitarse se reían aún más y se preguntaban en alto por qué siempre los chicos pensábamos que teníamos que tocárselas como un tendero comprobando si la fruta a vender estaba lo bastante madura. Así sabíamos que estábamos lejos de ser el primero al que le concedían ese privilegio y todo nuestro orgullo por la hazaña lograda se desvanecía. Luego ellas ponían su mano sobre las nuestras y nos orientaban en acariciarlas. Cuando ya dominábamos la técnica ellas decidían que ya habían tenido suficiente y se apartaban. Ahora. Ahora que nuestra mano ya había tomado la forma de su pecho y que era imposible no llamar vacío al hueco sobre el que se plegaban nuestros dedos. Ellas nos daban la espalda y comenzaban el camino de regreso a la reunión de gente que habíamos abandonado para aislarnos. Era entonces cuando nosotros tartamudeábamos sus nombres a sus espaldas y ellas se giraban sólo un instante para cernirnos todo un océano de agua fría sobre la cabeza al decirnos: ahora lo harás mejor con la próxima chica. Y nos abandonaban allí, desechándonos como compañeros de viaje.

Cristiano contó que lo primero que hizo fue mirar a sus espaldas, al interior de su casa, para comprobar que nadie los oía. No era cuestión de pudor, nos aseguró, solamente quería garantizar el poder gestionar el asunto a su manera, sin que nadie de su familia se entrometiera. Nadie parecía haber visto ni escuchado nada, pero nos dijo que toda precaución era poca, así que la hizo seguirlo al coche de su padre. En este punto del relato destacó lo mucho que le sorprendió que Cecilia no preguntara nada y se mostrara, en cambio, tan absolutamente tranquila. Al que le temblaban las manos era a mí, y ella pudo verlas torpes manipulando el volante y la caja de cambios, nos dijo. La llevé a las afueras, a la salida del pueblo. Hay un apartadero algo boscoso en la carretera. Ahí paré el coche. Cecilia, le dije. Las chicas no suelen ser como tú. No suelen… ya sabes, tener la iniciativa. Eso no te convierte en una guarra. No quiero que pienses que pienso eso de ti. Es decir, lo que quiero decir... Bueno. Voy a ser tan franco como tú lo has sido conmigo. No suelo serlo pero. Bueno. No quiero tener sexo contigo si no tienes claro que es solo sexo. ¿Lo entiendes? ¿Te crees capaz de hacerlo sin involucrar sentimientos? Entonces Cecilia abrió la boca. Se había pintado los labios de un rojo furcia. Creo que sólo era una manera de imbuir de solidez a sus intenciones. Nadie creería de ella que era capaz de experimentar deseo sexual. Pero Cecilia se estaba manifestando contra la identidad que le habían fabricado y que no había buscado. Ese rojo puta era su pancarta. Y a través de ese rojo puta me dijo: Cristiano, te amo. Estaba alucinando en colores. No me lo esperaba. De pronto uno se enteraba de que Cecilia no era un recipiente de sentimientos transitorios y despersonalizados. Cecilia podía sentir amor y pasión. Era toda una revelación. No sabía qué hacer con esas emociones de Cecilia cuando estaban enfocadas en mí. Ella dio el primer paso. Acercó su cara a la mía. Sus ojos miraron directamente a los míos. Estaba tan cerca que sólo era ojos. Y luego me besó. No cerró los ojos. No necesitaba elevarse a ninguna altura, comprendí. Yo era el sueño. Su sueño era tan terrenal y mundano como yo lo era. No necesitaba imaginarme mejor. O magnificar las emociones que la atravesaban al besarme anulando el sentido de la vista que, por dominar siempre sobre los demás, les restaba sensibilidad. Ella tenía todos sus sentidos igual de receptivos. Me recibió completamente. En sus ojos. En su olfato. En su lengua. En sus oídos. En su piel. Su pintalabios rojo me mancho la boca. Cuando salí de estar con ella me había convertido en un payaso. Y ya os lo digo: todavía no me han dado un beso así en toda mi vida. Cuando se apartó, me aclaró: pero no necesito que compartas este amor que siento por ti. Es más: no quiero que lo hagas. Recíbeme como un regalo. Solo tienes que desenvolverme y disfrutarme. Soy muy capaz de gestionar mis emociones. No te haré partícipe ni responsable de ellas. Luego se abalanzó sobre mí. Se acaballó sobre mí. Su sexo se restregaba rítmicamente contra el mío y emitía pequeños gemidos. No sabía si había aprendido ese ritmo de anteriores experiencias o si solamente la guiaba el instinto. Comenzó a quitarse la ropa. A ofrecérseme. Cuando estuvo desnuda de cintura para arriba aplastó mi cabeza contra sus pechos. Y yo los besé, acatando sus órdenes. Un momento, cariño. Por experiencia, es mejor que nos traslademos al asiento trasero. Ella fue la primera en moverse. Llevaba falda pero no bragas, como una prueba más de las intenciones que había tenido conmigo desde el principio. Se echó en el asiento de atrás sobre su espalda y me esperó con las piernas abiertas, con su sexo mojado y palpitante asomando por el dobladillo de su falda. Verla tan entregada me puso muy burro. Me bajé los pantalones y los calzoncillos y me acosté sobre ella. No le pregunté si era virgen. No se me pasó por la cabeza. No había asomo del miedo y la timidez que muestran las vírgenes en su primera relación. Mi polla empujó. Noté una resistencia. Seguí presionando y cedió y todo su interior, estrecho y húmedo, me envolvió y me engulló. No sabía si Cecilia lo estaba disfrutando a nivel sexual. Creo que no. Lo único que hacía era estrecharme contra ella y buscar mi oído para susurrarme mi nombre. Una y otra vez y así todo el rato. Las veces en que la miré a la cara descubrí en ella un brillo extasiado en la mirada. Pero estaba muy lejos de ser una respuesta a la actividad sexual. Creo que solamente estaba elevando la realidad a la altura de su imaginación. Yo solamente era un instrumento mediante el cual ella estaba viviendo sus ensoñaciones. Aunque resulte chocante, los sueños de una criatura tan celestial como Cecilia eran de lo más vulgares. Tiene sentido: uno no tiene aspiraciones de lo que ya es y lo que ya tiene. Ya lo dijo Platón: el amor es el deseo de algo que ni se es ni se tiene. Me corrí dentro de ella. Pero después de la última sacudida de mi orgasmo me sentí como una mierda. Cecilia me había usado. Decía amarme, pero sólo amaba la idea de amarme. Me sentó muy mal, no sé por qué. Decidí que no quería volver a verla. Te llevaré a tu casa, le dije. Ella no habló más. Ni siquiera volvió a mirarme a la cara. Ocupó el asiento copiloto obedientemente y miró por la ventana, esperando en silencio a que arrancara y la devolviera a su casa, de donde yo no quería que volviera a salir nunca más para buscarme.

Yo fui el primer y el último polvo de Cecilia, dijo Cristiano. Después, como ya sabéis, se mató.

Sí, lo sabíamos de sobra. Intentó abandonar este mundo dos veces. Y sólo la última fue exitosa. La primera vez fue meditada. Se cortó las venas en sentido longitudinal, lo que revelaba un auténtico deseo de morirse. A ese gesto añadió un baño de agua caliente, lo cual aceleraba el proceso de desangrarse. No se emborrachó, a pesar de que eso habría ayudado ya que dificultaba la coagulación de la sangre. Si su sentir era tan hondo tal vez no había querido embriagarse para acoger en su plenitud la sensación de ser libre, por fin, de ese cuerpo que ocupaba y que al parecer tanto estorbaba a las aspiraciones de su alma. La encontraron a tiempo. Una ambulancia se la llevó. Se salvó. Salió fuera de peligro en cuanto le hicieron una transfusión de sangre en el hospital. Le cosieron las heridas. Le prohibieron levantar los brazos por encima de la cabeza para que no se le saltaran los puntos. Obedeció. ¿Se habría arrepentido? ¿Tendría el verdadero deseo de redimir su fatal decisión? ¿Se dispondría a abrazar la vida a partir de ahora? La sometieron a una estrecha vigilancia. Siempre la acompañaba algún familiar. Ni siquiera la dejaban dormir sola. La obligaron a compartir cama con una de sus hermanas. Ella no alzó la voz ninguna vez. Se apocó la identidad que había empezado a pronunciarse en ella y fue replegándose en su interior más profundamente cada vez, hasta que sólo quedó la fachada de ángel que todo el mundo le atribuía. No sentía ni padecía. Cuando la veíamos sentada en el jardín delantero de su casa casi nos parecía una muñeca recortable hecha de papel. Cualquier representación bidimensional de ella habría podido sustituirla. No había sangre en esas venas que se adivinaban bajo su piel. El día en que se las había abierto se había vaciado del todo. En el hospital le habían transferido otra sangre, pero no la suya. La habían condenado biológicamente a lo que llevaba soportando toda su vida, contra lo que había luchado en el que iba a ser su último acto de rebeldía: la habían tratado como a un recipiente que habían llenado con un agente extraño a sí misma. Otra vez estaba enajenada de sí, a través del fluir en sus venas de una sangre extraña.

El caso es que Cecilia no tuvo ninguna oportunidad. No pudo diseñar al detalle su final. Ni siquiera en su pensamiento. Cualquier sombra de muerte en su mirada, en su semblante, habría puesto en estado de alerta a su familia. Así que la consumación de su muerte fue una sorpresa incluso para sí misma. Ninguno nos atrevemos a hablar por ella, por respeto más que nada, ya que nos parecería estar perpetuando la razón por la que ella se vio abocada a su extinción. Pero que su suicidio había sido fruto de un impulso irreflexivo no cabe ninguna duda. Sucedió una tarde de lluvia. Cecilia se sentó cerca de las ventanas traseras de su casa y pegó su cara al cristal. Las montañas que cercaban la llanura se veían azuladas y borrosas, arrasadas por la bruma y la lluvia. Pero ella no las miraba. Sus ojos estaban fijos en la tormenta. A su hermana le bajó la regla. No había en casa nada que pudiera ponerse. En una casa con seis mujeres menstruantes las existencias de compresas y tampones bajaban a una velocidad vertiginosa y de una forma muy imprevista. Preguntó a Cecilia si quería acompañarla al supermercado en coche. Cecilia se encogió de hombros, pero lo hizo. Su hermana aparcó delante del supermercado. Se llevó consigo un paraguas y dejó a Cecilia esperándola en el coche. Pero cuando regresó de comprar encontró el vehículo estrellado unos metros más adelante, y a su hermana muerta dentro.

No hubo nada que hacer.

Cecilia había usado sus alas de ángel para dejar el mundo.

domingo, 14 de febrero de 2016

Del amor


 Encounter in Space (1898), Edvard Munch.

A veces el amor es padre. A veces al amor le nacen hijos. Tanto da bastardos como legítimos. Es principio del amor la promiscuidad del alma. Fecunda incluso la idea de amar.

martes, 9 de febrero de 2016

Una noche con Bukowski






La noche era violenta de tan roja
víctima o verdugo no se sabe
pero las noches son rojas aquí
una bóveda de nubes
cierne la lluvia y descarga la tormenta
y se abre las venas y arroja a sus perros
sobre esta ciudad de fantasmas
porque no se ve un alma
paseando
la gente no tiene ganas de búsquedas
son todos espíritus enclenques
no tienen la constitución del junco
hasta los pájaros
de frágiles huesos
saben volar sin caer
en las fauces del viento
yo me digo: soy valiente
el viento me devuelve al viento
alma de pájaro
saco mi cara por la ventana
la suspendo a veinte metros de altura
la caída me tienta
pero me quiero como se quiso Bukowski:
«sentí un extraño cariño por mi cuerpo,
por mi vida,
a pesar de sus cicatrices
y marcas,
me pertenecían»
y el viento me corta las mejillas
los lobos que han aullado en el viento
toda esta noche
me han mordido los carrillos
y es una buena noche
roja y violenta y desocupada
me hago compañía imaginando
almas perdidas
¿qué les diría?
pruebo a ver:
¿cómo es la muerte?
y responde el silencio
y sé que responderían lo mismo
aunque yo escuchase
y ellos hablasen
el viento sacude los cimientos
del edificio que me eleva tan alto
que la ciudad se ve maravillosa
desde aquí
aunque esté mojada, sola
y azotada por el viento
el viento entra
todas las ventanas están cerradas
pero el viento entra igual
y lo hace sonar todo
cruje los huesos de los viejos
aquí donde todo es viejo
y me hago compañía imaginando
almas perdidas
me repliego en mi habitación
les cedo el resto de la casa
para sus juegos nocturnos
niños al recreo
digo a los que no duermen por estar muertos
y yo me hago compañía muy bien
abro un libro de Bukowski
y su verdad me hace incisiones en la piel
de tan aguda y afilada
corta porque es contenido
prescindiendo de forma.
Bukowski, Bukowski.
¿si te invoco bajo qué identidad vendrás?
un violador, un santo
un asesino, un asaltante de bancos,
un monje, un ermitaño
un hijo de puta.
¿Te permitirás beber como para no poder
arrastrarte los siete pisos
hasta mi cama
dónde te espero?
Tienes razón:
los desgraciados son aún más desgraciados
por querer ser gente de éxito
como todo el mundo.
La gente que en lo más profundo
es como todo el mundo
no es más que mierda de tercera categoría,
alejada tres grados de la verdad verdadera,
porque son una cosa queriendo ser otra
que en realidad no es sino una construcción social
ajena a la naturaleza del hombre
que en todo caso es lo más parecido
a la verdad.
Bukowski, déjame decírtelo
una vez:
eres poeta, que es lo mismo que ser profeta
sin más instrumento que la palabra
que no vale dinero
y no compra en este mundo.