miércoles, 26 de octubre de 2016

Las primaveras abastecen las tumbas

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Ante ellas, la piedra fría, blanca, reflectante de la palidez de los soldados muertos que contiene, sella un silencio perfecto, sólo quebrado por el pecho de las viudas al partirse en llanto. Todas ellas aves de plumaje oscuro que rondan los estragos de la guerra como carroñeras ávidas de tragedia con la que nutrir el valor de su existencia: sufrir por amor. Una vez satisfecha su razón de ser reconocen su propio desamparo, consecuencia lógica de haberse consagrado a un concepto de feminidad que cultiva una tan deliberada como falsa fragilidad, y que hace de la dependencia de un hombre su único medio de supervivencia. Así, olvidan al marido al segundo de haberlo enterrado, y se desplazan al polo opuesto de su dualidad vital: la preocupación por la conquista de un nuevo amor con el que ocupar sus mentes y sus corazones, un nuevo eje sobre el que reorganizar la existencia propia, entorno al cual enredarse como la hiedra que crece tanto como su sostén. Cuanto más alto sea él, tanto más elevada será su posición en el mundo. Un mundo que jamás reservó tronos a las reinas; sólo les concedió reyes. ¿Y qué le queda a la mujer sino ser mujer y someterse a sus circunstancias? No sienten que su practicismo materialista merezca ningún reproche. Nunca se les pasaría por la cabeza, ni siquiera como una idea fugaz y extraña a ellas mismas. Por tanto, se despiden de su antiguo dueño dejando una flor simbólica de su amor sobre la tumba: una desarrapada flor arrancada de la tierra, privada de raíces profundas, que vuela en el capricho del viento y cuyos pétalos caen revelando una desnudez mercenaria, quedando reducida a un corazón estéril cuyas semillas se pudren antes de fertilizar la tierra.

Así acostumbraban a ser las flores y las primaveras tiempo atrás.