miércoles, 15 de junio de 2016

El último tren que no llega

Artwork by Andreas Lie



Toma asiento en uno de los bancos de la estación y acomoda el escaso equipaje a sus pies. El humo del tren que va a efectuar su salida en breve se concentra en el aire y una fina polvareda gris lo cubre de la cabeza a los pies. Se restriega un poco los ojos, que le pican. Mira el reloj suspendido sobre la pared de enfrente. Sus pies se echan carreras el uno al otro, cabalgando suspendidos sin avanzar a ninguna parte. Comprueba la hora en su reloj de bolsillo. Se mira las manos. Son digno reflejo de su vida con la mugre enquistada en sus uñas, y los callos y las asperezas en las palmas y en la yema de los dedos. Se quita el sombrero, se mesa los cabellos. Mira en la distancia, los raíles desapareciendo de su campo de visión tras una curva acusada. Sus ojos se fijan en un pensamiento. No advierte que alguien se ha sentado a su lado hasta escucha una voz hablándole. Le oye sin que sus palabras penetren en su conciencia. Se gira hacia el intruso, confundido; cuando ve su mano sucia y regordeta tendida en su dirección con la palma hacia arriba comprende: le está pidiendo dinero. Enfoca en él su atención. Es un hombre de mediana edad, aunque muy estropeado. Está gordo y el sombrero ajado que lleva no termina de ocultar el hecho de que se está quedando calvo. Tiene la mirada extraviada de un alcohólico. Y la sonrisa siniestra de quien ha invertido las reacciones físicas que corresponden a la tristeza y a la alegría. Su situación es penosa, lo lleva escrito en su vejez prematura, en su abyecto alcoholismo y en sus ropas desgastadas. Pero él encuentra en ello motivos para reírse. Y no resulta cínico. Resulta muy auténtico, aunque parezca mentira. Denver no lo duda. Ese borracho miserable no le conmueve más de lo que se compadece a sí mismo.

—¿Para qué quieres el dinero? —le pregunta, con abierta hostilidad. Y sólo por hablar de algo. Ya ha decidido que no va a colaborarle en nada a ese viejo.

—Para beber, claro —responde el viejo, muy jovial. Su sonrisa se amplía y deja ver una boca en la que escasean los dientes, y los pocos que le quedan están manchados por las caries, la cafeína y el tabaco.

—Debería darte vergüenza —Denver no puede contener su menosprecio.

—No veo por qué. Beber no sobrepasa mis límites morales. Sobrepasa los tuyos, en todo caso. Entiendo que tengas vergüenza de mí. Está bien. Todavía eres joven y te quedan un montón de creencias ingenuas que violar.

—No tienes autoridad para dudar de mi honradez. No me conoces. Y ya puedes largarte. No pienso ser quien te costee tus vicios asquerosos.

—Entiendo que para ti sea un esfuerzo darme dinero —dice, mirando con evidencia el traje elegante aunque pasado de moda y gastado que viste el joven—. Y entiendo también que darle para vino a un borracho no entre en tu concepto de caridad. ¿Por qué no lo planteamos, mejor, como un negocio?

Denver emite una risotada cínica.

—¿Y qué podrías ofrecerme que valiera mi dinero?

El hombre permanece muy tranquilo mientras contesta:

—Oh, muchacho, tu dinero jamás podrá comprar nada de valor. —Una pausa—. Ni siquiera el amor de ella, ¿eh?

Por primera vez se dibuja una expresión genuina en el rostro de Denver.

—¿Cómo lo sabes? —Se sorprende.

El viejo borracho se encoge de hombros.

—Siempre es la misma historia.

—¿Qué historia?

—El amor. El amor que está muy lejos de darse entre un hombre y una mujer desnudos, despojados de nombre. El amor cuya gracia hay que merecer más allá del acto de amar. El amor que todavía sigue valiendo dinero. Un día te enamoras de la manera más genuina. Te enamoras de una mirada, de un rostro, de un cuerpo, primero. Después accedes al amor a su alma. Y de pronto el mundo te viste a esa virgen desnuda a la que has amado y la engalana como a una reina para decirte que está más allá del reclamo de la carne y del espíritu, y que tu bolsillo, en el que no suenan más de dos céntimos, no puede comprarla. ¿Quién hablo jamás de comprarla? ¿Quién se propuso sacarla a subasta? No los poetas, eso te lo aseguro.

—Esa no es mi historia.

—Ella no vendrá —dice el borracho, muy seguro.

Y suena tan convencido que Denver se sorprende a sí mismo mirándole ávido de premoniciones, como si ese borracho no fuera un simple borracho y ocultara la grandeza arcana de un viejo espíritu, sabio en sus reiteradas reencarnaciones a lo largo de todas las eras del mundo.

—Vendrá —pronuncia Denver, como recordando a destiempo su línea del guion en el teatro de la vida.

El borracho no dice nada. Pero se queda a su lado. Pasan largo rato en silencio. Denver cuenta la partida de hasta cinco trenes hasta que el viejo parece impacientarse ante su propia inactividad y comienza a entretenerse silbando algo que suena a Telemann. La noche cae sobre ellos como un ave de mal agüero. Solamente hay prevista la salida de un tren más. El de medianoche.

—Me voy al bar, chico —Declara de pronto el viejo, haciendo notar su presencia. Ha estado callado la última hora y Denver lo había olvidado por completo, del todo centrado en su pesimismo—. ¿Me acompañas?

—Me quedo a esperarla.

El viejo se levanta. Hace lo inesperado: se planta enfrente de Denver y deja caer una de sus manazas en su hombro en un gesto muy paternal. Aprieta y suelta varias veces seguidas, como si su mano fuera un faro respondiendo a una secuencia que se propone infundirle ánimo. 

Denver no reacciona. Ni siquiera levanta la mirada del sombrero que estruja entre sus manos, que descansan apoyadas en sus rodillas flexionadas.

El viejo permanece tan inmóvil que Denver piensa que ya se ha marchado. Así que cuando habla de nuevo, transcurrido un largo tiempo, siente que su voz llega hasta él a lomos de una ráfaga de viento que viene de muy lejos.

—¿Quieres saber qué me pasó a mí?

Silencio profundo.

—Me quedé a esperarla.

Suspiro.

—Jamás vi del mundo nada de lo que me había propuesto. Es como la religión. Cuando construyes toda tu fe en base de un amor tan grande te vuelves ciego por voluntad propia. Piensas que es mejor tener creencias equivocadas que no tenerlas. Así que te vuelves necio. Alimentas una fe que ya no tiene sostén y luchas contra todas las evidencias que la contradicen. Hasta que un día te llega la noticia de que se casó con algún otro en alguna otra parte. Pero para entonces esperarla se ha vuelto un hábito. Ya no sabes hacer otra cosa en la vida. Y todavía te pasas por la estación a echar la tarde y su fantasma viene por fin a tu encuentro. Ahí tienes a tu virgen. Inmaculada y pura. Tal y como la amaste. Pero su espectro es sólo una inspiración; el sentimiento de tu amor por ella se mantiene vivo e inalterado, pero no tienes el objeto sobre el que proyectarlo. Eres como una pistola cargada, si me entiendes. Tienes que disparar. Así que le buscas sustitutos. Ni siquiera tienen que ser otras mujeres.

El viejo se calla.

Denver cree que ha terminado de hablar. Que incluso se ha ido. Pero entonces:

—Ya habrás adivinado que el vino es mi Camelia ahora.

Denver desplaza ligeramente su mano del sombrero que sostiene al muy próximo contenido de su bolsillo. Acaricia por fuera de la tela el dinero que tanto sudor le ha costado reunir, el dinero que va a permitirles a Mariana y a él empezar una vida de cero juntos. Por un momento se plantea devolverle al viejo su Camelia. Pero eso equivaldría a perder un poco de fe en Mariana y él. Su mano recupera su posición sujetando el sombrero. Levanta la mirada hacia el viejo. Su mirada se había encendido por un instante en el momento en que había percibido a Denver a punto de darle una limosna. Pero el momento ha pasado. Él lo sabe. Sus ojos también, que recuperan el brillo opacado de un cristal sucio que tamiza con sus mugre la luz del sol, que no llega a alcanzarle en el interior jamás.

El viejo se marcha, encorvado y cabizbajo. Seguramente le contará su historia a otra persona e intentará convencerla de que es una necia por aferrarse a una fe que jamás tuvo una raíz firme. Lo más probable es que quiera invitarla a amar a su Camelia, haciéndole olvidar a su Mariana.

Pero él no es esa persona.