George Braqué (1960) L'oiseau noir et l'ouiseau blanc. Oil on fabric. 134 x 167,5 cm.
Ésta es una
ciudad de la que sólo he conocido invierno.
Sólo me ha traído frío, labios
cuarteados, canciones destructivas, niebla y cigüeñas que no migran. Un camino
señalado que, a veces, en mi rebeldía, desafiaba al desviarme para al final no
perderme nunca, a pesar mío. Me daba miedo que me pasara como a Holden, que
llegara el día en que tuviera que irme y no experimentara ninguna sensación de
despedida. Eso equivale a haber echado por la borda todo el tiempo que había
pasado en la ciudad. Alguna cicatriz me tenía que haber dejado. Por pequeña que
fuera.
Y entonces. Aquel abrazo. Aquella intersección entre dos vidas que no
era probable que volvieran a cruzarse. Un chico tan alto que tenía que poner la
cara en paralelo al cielo para alcanzar a mirarlo a los ojos si ambos estábamos
de pie. Vestido de negro, atuendo siniestro, fumando, llamando por teléfono.
Una avenida de árboles todavía más altos. Todo era gigantesco aquella noche,
también el frío aunque era el equinoccio de primavera. Al día siguiente nevó.
Recuerdo que le dije que era culpa suya, la estela polar que había dejado tras
su paso, porque él venía muy del norte.
Fue un encuentro extraño. Se extrañó de
verme sola y tuvo que preguntar. Me extraña que eso le extrañe a la gente.
Siempre se trata solo de mí, con agregados de quita y pon. Cuando nos
acomodamos en la conversación nos sentamos en un banco. Tengo una imagen
grabada en la retina: un entramado de ramas recortado contra la noche,
barnizado de oro por la luz de las farolas, siluetas oscuras de pájaros que
saltaban de rama en rama, como en una coreografía de belleza extraña. También
sus ojos verdes, subrayados de negro. La suya era una franqueza que me fascinó
al instante. No parecía capaz de lidiar con la incertidumbre. Si le rondaban
preguntas que otros tenían que contestar las lanzaba al aire. La elucubración
no tiene sentido cuando puedes obtener una respuesta directa. Era así de simple
para él.
Hablamos durante media hora, de arte, de expresión, de metas, de
sueños. Nos empujamos mutuamente a luchar por nuestros propósitos en la vida.
Me dijo que tenía la belleza y la inteligencia. Que llegaría tan lejos como me
propusiera. Y luego, para despedirnos, me elevó a sus alturas sosteniéndome entre
sus brazos, y me estrechó muy fuerte. Parecía un sueño haber conseguido tanta
ternura de un hombre tan alto, tan distante y serio como él. Lo consideré todo
un triunfo.
A día de hoy
sigue siendo una inspiración. Y está ciudad no ha sido una estación más. Ha
sido un destino. Porque cada vez que paso por aquel escenario donde nos
conocimos me parece visitar el templo de un recuerdo querido. Y voy a él con
cierta preparación mental y espiritual, porque no es un lugar que me pille de
paso en mi deambular rutinario. No es algo que el desgaste haya corrompido. Cuando
lo visitó lo hago expresamente. Me siento en el mismo banco, miro a la gente
pasar. Nadie sabe nada de nada. Todos caminan como sonámbulos. Nadie tiene la
conciencia que yo tengo de este lugar. Eso me confirma lo especial que es. Pero
no echo de menos. Solo es un momento efímero fijado en un lugar físico. Es como
Dios a través de Cristo. Cristo es Dios tangible. Es exactamente igual. Pero yo
no caigo en la idolatría. Yo experimento la teofanía del escenario, me elevo
por encima de sus rasgos materiales, me uno a la Memoria.