sábado, 28 de mayo de 2016

El despertar de una flor.




Cecilia era una niña extraña.

Todos estaban de acuerdo en eso. 

Continuamente era comparada con diversos signos de la religión cristiana. Algunos la asimilaban a una iglesia, porque llevaba dentro un silencio profundo que se pronunciaba en misterio. Porque las vetas de sus ojos azules trazaban dibujos de escenas que ocurrían en su imaginario y que se equiparaban a los vitrales de los templos. Otros decían de ella que parecía un ángel, porque no había rastro de vitalidad activa en ella y más bien se parecía a una criatura pasiva a la que atravesaban la vida, la tristeza, la alegría, el amor, la divinidad y la muerte sin que ella personalmente se proyectara sobre todas aquellas emociones y, en cambio, se limitara a alojarlas temporalmente, a procesarlas y a desecharlas sin que dejaran huella en su corazón. Por eso mismo se rumoreaba que Cecilia había nacido sin sexo, como los ángeles, y que no albergaba ninguna clase de curiosidad carnal ni ejecutaba ningún tipo de exploración de su cuerpo, tal y como es normal a esas edades.

Pero nadie conocía a Cecilia. Nadie tenía autoridad para hablar de Cecilia, ni siquiera sus padres o sus hermanas. Porque Cecilia no se compartía con nadie. Y porque Cristiano había contado que Cecilia se había aparecido un día en su casa para pedirle que le hiciera el amor. Esa petición echaba por tierra las teorías más extendidas sobre la naturaleza de ella. Cuando ocurrió Cecilia tenía trece años. La cifra que inscribieron en su lápida.

Cristiano tenía dieciséis años por aquel entonces. No era virgen. Era el único de nosotros que no lo era. Sus genes italianos, sin duda, le habían orientado hacia el éxito en cuestiones de faldas. Nosotros carecíamos de esa ventaja genética. Apenas éramos capaces de concebir a las chicas como seres humanos y no podíamos evitar elevarlas a la categoría de Diosas. La única mundanidad que les permitíamos era la menstruación, por ser un fenómeno misterioso y sagrado que nos excluía a nosotros. Pero ellas no meaban ni cagaban. Ellas no hacían nada con sus vidas aparte de ser hermosas e inalcanzables y de esbozar sonrisas que nos hacían deducir que no percibíamos ni la mitad de lo que ellas procesaban del mundo, de su alrededor y de nosotros. Si alguno hablaba delante de ellas era siempre para su desgracia, para soltar alguna obviedad o algún sinsentido que ellas celebraban con una carcajada que les confirmaba su ya sospechada superioridad sobre nosotros. Después esbozaban esa mirada de compasión que tanto odiábamos, nos llevaban a un lugar apartado y en sombras y nos permitían tocarles una teta por encima de la ropa. Sabíamos que aceptar era humillarnos aún más, pero no podíamos evitarlo y ellas más que excitarse se reían aún más y se preguntaban en alto por qué siempre los chicos pensábamos que teníamos que tocárselas como un tendero comprobando si la fruta a vender estaba lo bastante madura. Así sabíamos que estábamos lejos de ser el primero al que le concedían ese privilegio y todo nuestro orgullo por la hazaña lograda se desvanecía. Luego ellas ponían su mano sobre las nuestras y nos orientaban en acariciarlas. Cuando ya dominábamos la técnica ellas decidían que ya habían tenido suficiente y se apartaban. Ahora. Ahora que nuestra mano ya había tomado la forma de su pecho y que era imposible no llamar vacío al hueco sobre el que se plegaban nuestros dedos. Ellas nos daban la espalda y comenzaban el camino de regreso a la reunión de gente que habíamos abandonado para aislarnos. Era entonces cuando nosotros tartamudeábamos sus nombres a sus espaldas y ellas se giraban sólo un instante para cernirnos todo un océano de agua fría sobre la cabeza al decirnos: ahora lo harás mejor con la próxima chica. Y nos abandonaban allí, desechándonos como compañeros de viaje.

Cristiano contó que lo primero que hizo fue mirar a sus espaldas, al interior de su casa, para comprobar que nadie los oía. No era cuestión de pudor, nos aseguró, solamente quería garantizar el poder gestionar el asunto a su manera, sin que nadie de su familia se entrometiera. Nadie parecía haber visto ni escuchado nada, pero nos dijo que toda precaución era poca, así que la hizo seguirlo al coche de su padre. En este punto del relato destacó lo mucho que le sorprendió que Cecilia no preguntara nada y se mostrara, en cambio, tan absolutamente tranquila. Al que le temblaban las manos era a mí, y ella pudo verlas torpes manipulando el volante y la caja de cambios, nos dijo. La llevé a las afueras, a la salida del pueblo. Hay un apartadero algo boscoso en la carretera. Ahí paré el coche. Cecilia, le dije. Las chicas no suelen ser como tú. No suelen… ya sabes, tener la iniciativa. Eso no te convierte en una guarra. No quiero que pienses que pienso eso de ti. Es decir, lo que quiero decir... Bueno. Voy a ser tan franco como tú lo has sido conmigo. No suelo serlo pero. Bueno. No quiero tener sexo contigo si no tienes claro que es solo sexo. ¿Lo entiendes? ¿Te crees capaz de hacerlo sin involucrar sentimientos? Entonces Cecilia abrió la boca. Se había pintado los labios de un rojo furcia. Creo que sólo era una manera de imbuir de solidez a sus intenciones. Nadie creería de ella que era capaz de experimentar deseo sexual. Pero Cecilia se estaba manifestando contra la identidad que le habían fabricado y que no había buscado. Ese rojo puta era su pancarta. Y a través de ese rojo puta me dijo: Cristiano, te amo. Estaba alucinando en colores. No me lo esperaba. De pronto uno se enteraba de que Cecilia no era un recipiente de sentimientos transitorios y despersonalizados. Cecilia podía sentir amor y pasión. Era toda una revelación. No sabía qué hacer con esas emociones de Cecilia cuando estaban enfocadas en mí. Ella dio el primer paso. Acercó su cara a la mía. Sus ojos miraron directamente a los míos. Estaba tan cerca que sólo era ojos. Y luego me besó. No cerró los ojos. No necesitaba elevarse a ninguna altura, comprendí. Yo era el sueño. Su sueño era tan terrenal y mundano como yo lo era. No necesitaba imaginarme mejor. O magnificar las emociones que la atravesaban al besarme anulando el sentido de la vista que, por dominar siempre sobre los demás, les restaba sensibilidad. Ella tenía todos sus sentidos igual de receptivos. Me recibió completamente. En sus ojos. En su olfato. En su lengua. En sus oídos. En su piel. Su pintalabios rojo me mancho la boca. Cuando salí de estar con ella me había convertido en un payaso. Y ya os lo digo: todavía no me han dado un beso así en toda mi vida. Cuando se apartó, me aclaró: pero no necesito que compartas este amor que siento por ti. Es más: no quiero que lo hagas. Recíbeme como un regalo. Solo tienes que desenvolverme y disfrutarme. Soy muy capaz de gestionar mis emociones. No te haré partícipe ni responsable de ellas. Luego se abalanzó sobre mí. Se acaballó sobre mí. Su sexo se restregaba rítmicamente contra el mío y emitía pequeños gemidos. No sabía si había aprendido ese ritmo de anteriores experiencias o si solamente la guiaba el instinto. Comenzó a quitarse la ropa. A ofrecérseme. Cuando estuvo desnuda de cintura para arriba aplastó mi cabeza contra sus pechos. Y yo los besé, acatando sus órdenes. Un momento, cariño. Por experiencia, es mejor que nos traslademos al asiento trasero. Ella fue la primera en moverse. Llevaba falda pero no bragas, como una prueba más de las intenciones que había tenido conmigo desde el principio. Se echó en el asiento de atrás sobre su espalda y me esperó con las piernas abiertas, con su sexo mojado y palpitante asomando por el dobladillo de su falda. Verla tan entregada me puso muy burro. Me bajé los pantalones y los calzoncillos y me acosté sobre ella. No le pregunté si era virgen. No se me pasó por la cabeza. No había asomo del miedo y la timidez que muestran las vírgenes en su primera relación. Mi polla empujó. Noté una resistencia. Seguí presionando y cedió y todo su interior, estrecho y húmedo, me envolvió y me engulló. No sabía si Cecilia lo estaba disfrutando a nivel sexual. Creo que no. Lo único que hacía era estrecharme contra ella y buscar mi oído para susurrarme mi nombre. Una y otra vez y así todo el rato. Las veces en que la miré a la cara descubrí en ella un brillo extasiado en la mirada. Pero estaba muy lejos de ser una respuesta a la actividad sexual. Creo que solamente estaba elevando la realidad a la altura de su imaginación. Yo solamente era un instrumento mediante el cual ella estaba viviendo sus ensoñaciones. Aunque resulte chocante, los sueños de una criatura tan celestial como Cecilia eran de lo más vulgares. Tiene sentido: uno no tiene aspiraciones de lo que ya es y lo que ya tiene. Ya lo dijo Platón: el amor es el deseo de algo que ni se es ni se tiene. Me corrí dentro de ella. Pero después de la última sacudida de mi orgasmo me sentí como una mierda. Cecilia me había usado. Decía amarme, pero sólo amaba la idea de amarme. Me sentó muy mal, no sé por qué. Decidí que no quería volver a verla. Te llevaré a tu casa, le dije. Ella no habló más. Ni siquiera volvió a mirarme a la cara. Ocupó el asiento copiloto obedientemente y miró por la ventana, esperando en silencio a que arrancara y la devolviera a su casa, de donde yo no quería que volviera a salir nunca más para buscarme.

Yo fui el primer y el último polvo de Cecilia, dijo Cristiano. Después, como ya sabéis, se mató.

Sí, lo sabíamos de sobra. Intentó abandonar este mundo dos veces. Y sólo la última fue exitosa. La primera vez fue meditada. Se cortó las venas en sentido longitudinal, lo que revelaba un auténtico deseo de morirse. A ese gesto añadió un baño de agua caliente, lo cual aceleraba el proceso de desangrarse. No se emborrachó, a pesar de que eso habría ayudado ya que dificultaba la coagulación de la sangre. Si su sentir era tan hondo tal vez no había querido embriagarse para acoger en su plenitud la sensación de ser libre, por fin, de ese cuerpo que ocupaba y que al parecer tanto estorbaba a las aspiraciones de su alma. La encontraron a tiempo. Una ambulancia se la llevó. Se salvó. Salió fuera de peligro en cuanto le hicieron una transfusión de sangre en el hospital. Le cosieron las heridas. Le prohibieron levantar los brazos por encima de la cabeza para que no se le saltaran los puntos. Obedeció. ¿Se habría arrepentido? ¿Tendría el verdadero deseo de redimir su fatal decisión? ¿Se dispondría a abrazar la vida a partir de ahora? La sometieron a una estrecha vigilancia. Siempre la acompañaba algún familiar. Ni siquiera la dejaban dormir sola. La obligaron a compartir cama con una de sus hermanas. Ella no alzó la voz ninguna vez. Se apocó la identidad que había empezado a pronunciarse en ella y fue replegándose en su interior más profundamente cada vez, hasta que sólo quedó la fachada de ángel que todo el mundo le atribuía. No sentía ni padecía. Cuando la veíamos sentada en el jardín delantero de su casa casi nos parecía una muñeca recortable hecha de papel. Cualquier representación bidimensional de ella habría podido sustituirla. No había sangre en esas venas que se adivinaban bajo su piel. El día en que se las había abierto se había vaciado del todo. En el hospital le habían transferido otra sangre, pero no la suya. La habían condenado biológicamente a lo que llevaba soportando toda su vida, contra lo que había luchado en el que iba a ser su último acto de rebeldía: la habían tratado como a un recipiente que habían llenado con un agente extraño a sí misma. Otra vez estaba enajenada de sí, a través del fluir en sus venas de una sangre extraña.

El caso es que Cecilia no tuvo ninguna oportunidad. No pudo diseñar al detalle su final. Ni siquiera en su pensamiento. Cualquier sombra de muerte en su mirada, en su semblante, habría puesto en estado de alerta a su familia. Así que la consumación de su muerte fue una sorpresa incluso para sí misma. Ninguno nos atrevemos a hablar por ella, por respeto más que nada, ya que nos parecería estar perpetuando la razón por la que ella se vio abocada a su extinción. Pero que su suicidio había sido fruto de un impulso irreflexivo no cabe ninguna duda. Sucedió una tarde de lluvia. Cecilia se sentó cerca de las ventanas traseras de su casa y pegó su cara al cristal. Las montañas que cercaban la llanura se veían azuladas y borrosas, arrasadas por la bruma y la lluvia. Pero ella no las miraba. Sus ojos estaban fijos en la tormenta. A su hermana le bajó la regla. No había en casa nada que pudiera ponerse. En una casa con seis mujeres menstruantes las existencias de compresas y tampones bajaban a una velocidad vertiginosa y de una forma muy imprevista. Preguntó a Cecilia si quería acompañarla al supermercado en coche. Cecilia se encogió de hombros, pero lo hizo. Su hermana aparcó delante del supermercado. Se llevó consigo un paraguas y dejó a Cecilia esperándola en el coche. Pero cuando regresó de comprar encontró el vehículo estrellado unos metros más adelante, y a su hermana muerta dentro.

No hubo nada que hacer.

Cecilia había usado sus alas de ángel para dejar el mundo.