Anxiety - Pierre Fudarylí |
Vio un destello por el rabillo del ojo.
Lo encaró.
Tan sólo era su reflejo en el espejo.
Sólo un espectro de sí misma reclamándole.
Se miró a los ojos. Tenía la mirada sepultada bajo unos
descomunales párpados preñados de llanto. Si los pintores del pasado hubieran
podido conocerla la hubieran instituido alegoría de la Tristeza. Era como una
de esas mujeres paradigmáticas de los cuadros decimonónicos: lánguidas y
enfermizas, vestidas exquisitamente, con un cutis que prefiguraba su propia
belleza de cadáver, sin más energía que aquella que destinaban a ser
melancólicas y consumidas.
Jamás se parecería a esas chicas voluptuosas y vitales
que enamoraban a los chicos. Jamás tendría tantos relieves como aquellas
hermosas mujeres que ilustraban las revistas.
Ella era una
muñeca recortable. Y el hombre que le había dado forma con las tijeras le había
hecho excesivamente angulosos cada uno de sus extremos. Era como un acantilado
de papel, una escalera descendente hacia la muerte.
Su novio siempre le decía que había un morbo necrófilo en
abrazarla. Que había que estar un poco enfermo para gustarla.
Tenía razón, como siempre.
Su propio reflejo respaldaba sus palabras.
— Huesos de pájaro —la saludó
también aquella noche, tal y como habituaba a hacer cuando llegaba a casa del
trabajo.
Le sonrió sin decir palabra. Temía abrir la boca y que se
le escapara uno de sus virales suspiros de tristeza. Él continuó parloteando.
— Hoy me pasó una cosa curiosa.
Me encontré con mi ex novia en el trabajo. La verdad es que estaba guapísima.
Mucho más que cuando salía conmigo. Eso me molesta de la gente: siempre se está
poniendo guapa cuando ya no sales con ellos. Es un auténtico fastidio. Pues
quería interponer una demanda de divorcio. Creo que estaba un poco recelosa de
que yo fuera a encargarme de su caso… Tal vez tenga algo que ver lo zorra que
fue conmigo en el pasado follándose a otro mientras estaba conmigo. La tranquilicé
diciéndole que aunque me empeñara, la ley siempre contempla favorecer a la
mujer en estos casos, sobre todo con niños de por medio, como es su caso. Creo
que no quedó muy convencida… No lo sé. En cualquier caso no estaba pensando en
fastidiarla, en ningún momento. Soy un profesional, un hombre: estoy por encima
de emociones y sentimentalismos… Pero allá ella si quiere o no confiar en mí. Y
tú, huesitos, ¿qué tal ha ido tu día? ¡Oh! —destapando una sartén— ¡¿No me
digas que me has hecho para cenar atún encebollado?! ¡Mi favorito! Tú sí que
sabes recibir a tu hombre. Así da ganas de volver a casa. Voy a darme una ducha
rápida, ¿vale? ¿Te parece si cenamos en veinte minutos? Eres fantástica,
huesitos.
Había días en los que tenía sueños extraños, derivados de
aquel raro apodo con que él la había bautizado: lo imaginaba como cien veces
más grande que ella, tomándola delicadamente entre sus gigantescas manos con
una mirada tierna y paternalista para, después, romperle el esqueleto de un
crujido que vibraba un momento en el aire, como una nota celestial arrancada
del piano de Satie. A continuación la deshuesaba e iba royendo con sus enormes
dientes la escasa carne adherida a los huesos, todo eso mientras iba
comentándole a ella, que prestaba sus oídos a su conversación y al sonido
ambiente de los ruidos que él hacía al masticarla y sorberla: eres deliciosa
aunque escasa, un auténtico manjar de esos que se describen en las leyendas y
los mitos: tan exquisito y milagroso que no puede ser inagotable. Por eso eres
escasa, amor. Eres mi alimento mágico: sólo devorándote puedo mantenerme tan
grande, fuerte, vigoroso e invencible. Y tu deber de mujer enamorada es
sacrificarte por amor. Es lo más noble que se le ha reservado a una criatura
como tú. Eres el más perfeccionado producto de la naturaleza. Eres la propia
Naturaleza. Amor encarnado. ¿Te gusta legarme tu carne y tu sangre?
Y ella siempre le respondía, complacida y sin dudar: Sí.
Me encanta amarte hasta estos extremos, recorrer el camino completo de la
feminidad.
Él siempre dejaba la cabeza para el final. No porque
fuera lo más delicioso, sino precisamente porque era lo menos atractivo para
él. Siempre la masticaba con muecas de asco.
Llegados a ese punto se hacía un silencio infinito del
que no emergía hasta despertar del sueño.
Él volvió de la ducha a los veinte minutos, tal y como
había prometido. Ella ya tenía la mesa puesta y la comida servida. Se sentaron
a cenar.
— En otoño siempre te apagas
—comentó él, entre bocado y bocado. Ella todavía no había empezado con su
plato—. He notado que integras en ti el reloj de la naturaleza. Aunque no
llevas bien el verano y la primavera. Me recuerdas a un verano en Noruega: con
la amenaza inminente del frío mortífero, que puede anunciarse de improvisto en
las madrugadas incluso del día más cálido, floreces abrupta y velozmente, para
morir igual de repentina y rápidamente.
Ella dudó un momento.
— Pe… pero… —carraspeó,
insegura. Finalmente se lanzó a preguntar—: ¿te gusto?
— ¡Pues claro! ¡Vaya pregunta!
Me gustas más que cualquier mujer que haya conocido nunca. Eres tan pálida y
delicada, tan taciturna y tierna, tan complaciente y poco exigente. Con un buen
par de tetas y unas curvas mejores serías el sueño de cualquier hombre. Pero en
el fondo no me gustaría que fueras así. Porque así como eres tú, eres como un
fantasma que solamente yo puedo ver por medio de una suerte de sensibilidad
sobrenatural. Te quiero sólo para mí, huesitos. ¿No te parece romántico?
Ella asintió, y se sintió muy muy feliz.
Recompensada por ser
como era.