jueves, 2 de marzo de 2017

Él la llamaba "Huesos de Pájaro"

Anxiety - Pierre Fudarylí

Vio un destello por el rabillo del ojo.

Lo encaró.

Tan sólo era su reflejo en el espejo.

Sólo un espectro de sí misma reclamándole.

Se miró a los ojos. Tenía la mirada sepultada bajo unos descomunales párpados preñados de llanto. Si los pintores del pasado hubieran podido conocerla la hubieran instituido alegoría de la Tristeza. Era como una de esas mujeres paradigmáticas de los cuadros decimonónicos: lánguidas y enfermizas, vestidas exquisitamente, con un cutis que prefiguraba su propia belleza de cadáver, sin más energía que aquella que destinaban a ser melancólicas y consumidas.

Jamás se parecería a esas chicas voluptuosas y vitales que enamoraban a los chicos. Jamás tendría tantos relieves como aquellas hermosas mujeres que ilustraban las revistas.

 Ella era una muñeca recortable. Y el hombre que le había dado forma con las tijeras le había hecho excesivamente angulosos cada uno de sus extremos. Era como un acantilado de papel, una escalera descendente hacia la muerte.

Su novio siempre le decía que había un morbo necrófilo en abrazarla. Que había que estar un poco enfermo para gustarla.

Tenía razón, como siempre.

Su propio reflejo respaldaba sus palabras.

— Huesos de pájaro —la saludó también aquella noche, tal y como habituaba a hacer cuando llegaba a casa del trabajo.

Le sonrió sin decir palabra. Temía abrir la boca y que se le escapara uno de sus virales suspiros de tristeza. Él continuó parloteando.

— Hoy me pasó una cosa curiosa. Me encontré con mi ex novia en el trabajo. La verdad es que estaba guapísima. Mucho más que cuando salía conmigo. Eso me molesta de la gente: siempre se está poniendo guapa cuando ya no sales con ellos. Es un auténtico fastidio. Pues quería interponer una demanda de divorcio. Creo que estaba un poco recelosa de que yo fuera a encargarme de su caso… Tal vez tenga algo que ver lo zorra que fue conmigo en el pasado follándose a otro mientras estaba conmigo. La tranquilicé diciéndole que aunque me empeñara, la ley siempre contempla favorecer a la mujer en estos casos, sobre todo con niños de por medio, como es su caso. Creo que no quedó muy convencida… No lo sé. En cualquier caso no estaba pensando en fastidiarla, en ningún momento. Soy un profesional, un hombre: estoy por encima de emociones y sentimentalismos… Pero allá ella si quiere o no confiar en mí. Y tú, huesitos, ¿qué tal ha ido tu día? ¡Oh! —destapando una sartén— ¡¿No me digas que me has hecho para cenar atún encebollado?! ¡Mi favorito! Tú sí que sabes recibir a tu hombre. Así da ganas de volver a casa. Voy a darme una ducha rápida, ¿vale? ¿Te parece si cenamos en veinte minutos? Eres fantástica, huesitos.

Había días en los que tenía sueños extraños, derivados de aquel raro apodo con que él la había bautizado: lo imaginaba como cien veces más grande que ella, tomándola delicadamente entre sus gigantescas manos con una mirada tierna y paternalista para, después, romperle el esqueleto de un crujido que vibraba un momento en el aire, como una nota celestial arrancada del piano de Satie. A continuación la deshuesaba e iba royendo con sus enormes dientes la escasa carne adherida a los huesos, todo eso mientras iba comentándole a ella, que prestaba sus oídos a su conversación y al sonido ambiente de los ruidos que él hacía al masticarla y sorberla: eres deliciosa aunque escasa, un auténtico manjar de esos que se describen en las leyendas y los mitos: tan exquisito y milagroso que no puede ser inagotable. Por eso eres escasa, amor. Eres mi alimento mágico: sólo devorándote puedo mantenerme tan grande, fuerte, vigoroso e invencible. Y tu deber de mujer enamorada es sacrificarte por amor. Es lo más noble que se le ha reservado a una criatura como tú. Eres el más perfeccionado producto de la naturaleza. Eres la propia Naturaleza. Amor encarnado. ¿Te gusta legarme tu carne y tu sangre?

Y ella siempre le respondía, complacida y sin dudar: Sí. Me encanta amarte hasta estos extremos, recorrer el camino completo de la feminidad.

Él siempre dejaba la cabeza para el final. No porque fuera lo más delicioso, sino precisamente porque era lo menos atractivo para él. Siempre la masticaba con muecas de asco.

Llegados a ese punto se hacía un silencio infinito del que no emergía hasta despertar del sueño.

Él volvió de la ducha a los veinte minutos, tal y como había prometido. Ella ya tenía la mesa puesta y la comida servida. Se sentaron a cenar.

— En otoño siempre te apagas —comentó él, entre bocado y bocado. Ella todavía no había empezado con su plato—. He notado que integras en ti el reloj de la naturaleza. Aunque no llevas bien el verano y la primavera. Me recuerdas a un verano en Noruega: con la amenaza inminente del frío mortífero, que puede anunciarse de improvisto en las madrugadas incluso del día más cálido, floreces abrupta y velozmente, para morir igual de repentina y rápidamente.

Ella dudó un momento.

— Pe… pero… —carraspeó, insegura. Finalmente se lanzó a preguntar—: ¿te gusto?

— ¡Pues claro! ¡Vaya pregunta! Me gustas más que cualquier mujer que haya conocido nunca. Eres tan pálida y delicada, tan taciturna y tierna, tan complaciente y poco exigente. Con un buen par de tetas y unas curvas mejores serías el sueño de cualquier hombre. Pero en el fondo no me gustaría que fueras así. Porque así como eres tú, eres como un fantasma que solamente yo puedo ver por medio de una suerte de sensibilidad sobrenatural. Te quiero sólo para mí, huesitos. ¿No te parece romántico?

Ella asintió, y se sintió muy muy feliz.

Recompensada por ser como era.

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