Artwork by Andreas Lie |
Toma asiento en
uno de los bancos de la estación y acomoda el escaso equipaje a sus pies. El
humo del tren que va a efectuar su salida en breve se concentra en el aire y
una fina polvareda gris lo cubre de la cabeza a los pies. Se restriega un poco
los ojos, que le pican. Mira el reloj suspendido sobre la pared de enfrente. Sus
pies se echan carreras el uno al otro, cabalgando suspendidos sin avanzar a
ninguna parte. Comprueba la hora en su reloj de bolsillo. Se mira las manos.
Son digno reflejo de su vida con la mugre enquistada en sus uñas, y los callos
y las asperezas en las palmas y en la yema de los dedos. Se quita el sombrero,
se mesa los cabellos. Mira en la distancia, los raíles desapareciendo de su
campo de visión tras una curva acusada. Sus ojos se fijan en un pensamiento. No
advierte que alguien se ha sentado a su lado hasta escucha una voz hablándole. Le
oye sin que sus palabras penetren en su conciencia. Se gira hacia el intruso,
confundido; cuando ve su mano sucia y regordeta tendida en su dirección con la
palma hacia arriba comprende: le está pidiendo dinero. Enfoca en él su
atención. Es un hombre de mediana edad, aunque muy estropeado. Está gordo y el
sombrero ajado que lleva no termina de ocultar el hecho de que se está quedando
calvo. Tiene la mirada extraviada de un alcohólico. Y la sonrisa siniestra de
quien ha invertido las reacciones físicas que corresponden a la tristeza y a la
alegría. Su situación es penosa, lo lleva escrito en su vejez prematura, en su
abyecto alcoholismo y en sus ropas desgastadas. Pero él encuentra en ello
motivos para reírse. Y no resulta cínico. Resulta muy auténtico, aunque parezca
mentira. Denver no lo duda. Ese borracho miserable no le conmueve más de lo que
se compadece a sí mismo.
—¿Para qué quieres
el dinero? —le pregunta, con abierta hostilidad. Y sólo por hablar de algo. Ya
ha decidido que no va a colaborarle en nada a ese viejo.
—Para beber, claro
—responde el viejo, muy jovial. Su sonrisa se amplía y deja ver una boca en la
que escasean los dientes, y los pocos que le quedan están manchados por las
caries, la cafeína y el tabaco.
—Debería darte
vergüenza —Denver no puede contener su menosprecio.
—No veo por qué.
Beber no sobrepasa mis límites morales. Sobrepasa los tuyos, en todo caso.
Entiendo que tengas vergüenza de mí. Está bien. Todavía eres joven y te quedan
un montón de creencias ingenuas que violar.
—No tienes autoridad
para dudar de mi honradez. No me conoces. Y ya puedes largarte. No pienso ser
quien te costee tus vicios asquerosos.
—Entiendo que para
ti sea un esfuerzo darme dinero —dice, mirando con evidencia el traje elegante
aunque pasado de moda y gastado que viste el joven—. Y entiendo también que
darle para vino a un borracho no entre en tu concepto de caridad. ¿Por qué no lo
planteamos, mejor, como un negocio?
Denver emite una
risotada cínica.
—¿Y qué podrías
ofrecerme que valiera mi dinero?
El hombre
permanece muy tranquilo mientras contesta:
—Oh, muchacho, tu
dinero jamás podrá comprar nada de valor. —Una pausa—. Ni siquiera el amor de
ella, ¿eh?
Por primera vez se
dibuja una expresión genuina en el rostro de Denver.
—¿Cómo lo sabes?
—Se sorprende.
El viejo borracho
se encoge de hombros.
—Siempre es la
misma historia.
—¿Qué historia?
—El amor. El amor
que está muy lejos de darse entre un hombre y una mujer desnudos, despojados de
nombre. El amor cuya gracia hay que merecer más allá del acto de amar. El amor
que todavía sigue valiendo dinero. Un día te enamoras de la manera más genuina.
Te enamoras de una mirada, de un rostro, de un cuerpo, primero. Después accedes
al amor a su alma. Y de pronto el mundo te viste a esa virgen desnuda a la que
has amado y la engalana como a una reina para decirte que está más allá del
reclamo de la carne y del espíritu, y que tu bolsillo, en el que no suenan más
de dos céntimos, no puede comprarla. ¿Quién hablo jamás de comprarla? ¿Quién se
propuso sacarla a subasta? No los poetas, eso te lo aseguro.
—Esa no es mi
historia.
—Ella no vendrá —dice
el borracho, muy seguro.
Y suena tan
convencido que Denver se sorprende a sí mismo mirándole ávido de premoniciones,
como si ese borracho no fuera un simple borracho y ocultara la grandeza arcana
de un viejo espíritu, sabio en sus reiteradas reencarnaciones a lo largo de
todas las eras del mundo.
—Vendrá —pronuncia
Denver, como recordando a destiempo su línea del guion en el teatro de la vida.
El borracho no
dice nada. Pero se queda a su lado. Pasan largo rato en silencio. Denver cuenta
la partida de hasta cinco trenes hasta que el viejo parece impacientarse ante
su propia inactividad y comienza a entretenerse silbando algo que suena a
Telemann. La noche cae sobre ellos como un ave de mal agüero. Solamente hay
prevista la salida de un tren más. El de medianoche.
—Me voy al bar,
chico —Declara de pronto el viejo, haciendo notar su presencia. Ha estado
callado la última hora y Denver lo había olvidado por completo, del todo centrado
en su pesimismo—. ¿Me acompañas?
—Me quedo a
esperarla.
El viejo se levanta.
Hace lo inesperado: se planta enfrente de Denver y deja caer una de sus manazas
en su hombro en un gesto muy paternal. Aprieta y suelta varias veces seguidas,
como si su mano fuera un faro respondiendo a una secuencia que se propone
infundirle ánimo.
Denver no
reacciona. Ni siquiera levanta la mirada del sombrero que estruja entre sus
manos, que descansan apoyadas en sus rodillas flexionadas.
El viejo permanece
tan inmóvil que Denver piensa que ya se ha marchado. Así que cuando habla de
nuevo, transcurrido un largo tiempo, siente que su voz llega hasta él a lomos de
una ráfaga de viento que viene de muy lejos.
—¿Quieres saber
qué me pasó a mí?
Silencio profundo.
—Me quedé a
esperarla.
Suspiro.
—Jamás vi del
mundo nada de lo que me había propuesto. Es como la religión. Cuando construyes
toda tu fe en base de un amor tan grande te vuelves ciego por voluntad propia.
Piensas que es mejor tener creencias equivocadas que no tenerlas. Así que te
vuelves necio. Alimentas una fe que ya no tiene sostén y luchas contra todas
las evidencias que la contradicen. Hasta que un día te llega la noticia de que
se casó con algún otro en alguna otra parte. Pero para entonces esperarla se ha
vuelto un hábito. Ya no sabes hacer otra cosa en la vida. Y todavía te pasas
por la estación a echar la tarde y su fantasma viene por fin a tu encuentro.
Ahí tienes a tu virgen. Inmaculada y pura. Tal y como la amaste. Pero su espectro
es sólo una inspiración; el sentimiento de tu amor por ella se mantiene vivo e
inalterado, pero no tienes el objeto sobre el que proyectarlo. Eres como una
pistola cargada, si me entiendes. Tienes que disparar. Así que le buscas
sustitutos. Ni siquiera tienen que ser otras mujeres.
El viejo se calla.
Denver cree que ha
terminado de hablar. Que incluso se ha ido. Pero entonces:
—Ya habrás
adivinado que el vino es mi Camelia ahora.
Denver desplaza
ligeramente su mano del sombrero que sostiene al muy próximo contenido de su
bolsillo. Acaricia por fuera de la tela el dinero que tanto sudor le ha costado
reunir, el dinero que va a permitirles a Mariana y a él empezar una vida de
cero juntos. Por un momento se plantea devolverle al viejo su Camelia. Pero eso
equivaldría a perder un poco de fe en Mariana y él. Su mano recupera su
posición sujetando el sombrero. Levanta la mirada hacia el viejo. Su mirada se
había encendido por un instante en el momento en que había percibido a Denver a
punto de darle una limosna. Pero el momento ha pasado. Él lo sabe. Sus ojos
también, que recuperan el brillo opacado de un cristal sucio que tamiza con sus
mugre la luz del sol, que no llega a alcanzarle en el interior jamás.
El viejo se
marcha, encorvado y cabizbajo. Seguramente le contará su historia a otra
persona e intentará convencerla de que es una necia por aferrarse a una fe que
jamás tuvo una raíz firme. Lo más probable es que quiera invitarla a amar a su
Camelia, haciéndole olvidar a su Mariana.
Pero él no es esa
persona.