lunes, 7 de diciembre de 2015

Despedida




  George Braqué (1960) L'oiseau noir et l'ouiseau blanc. Oil on fabric. 134 x 167,5 cm.




Ésta es una ciudad de la que sólo he conocido invierno. 

Sólo me ha traído frío, labios cuarteados, canciones destructivas, niebla y cigüeñas que no migran. Un camino señalado que, a veces, en mi rebeldía, desafiaba al desviarme para al final no perderme nunca, a pesar mío. Me daba miedo que me pasara como a Holden, que llegara el día en que tuviera que irme y no experimentara ninguna sensación de despedida. Eso equivale a haber echado por la borda todo el tiempo que había pasado en la ciudad. Alguna cicatriz me tenía que haber dejado. Por pequeña que fuera. 

Y entonces. Aquel abrazo. Aquella intersección entre dos vidas que no era probable que volvieran a cruzarse. Un chico tan alto que tenía que poner la cara en paralelo al cielo para alcanzar a mirarlo a los ojos si ambos estábamos de pie. Vestido de negro, atuendo siniestro, fumando, llamando por teléfono. Una avenida de árboles todavía más altos. Todo era gigantesco aquella noche, también el frío aunque era el equinoccio de primavera. Al día siguiente nevó. Recuerdo que le dije que era culpa suya, la estela polar que había dejado tras su paso, porque él venía muy del norte. 

Fue un encuentro extraño. Se extrañó de verme sola y tuvo que preguntar. Me extraña que eso le extrañe a la gente. Siempre se trata solo de mí, con agregados de quita y pon. Cuando nos acomodamos en la conversación nos sentamos en un banco. Tengo una imagen grabada en la retina: un entramado de ramas recortado contra la noche, barnizado de oro por la luz de las farolas, siluetas oscuras de pájaros que saltaban de rama en rama, como en una coreografía de belleza extraña. También sus ojos verdes, subrayados de negro. La suya era una franqueza que me fascinó al instante. No parecía capaz de lidiar con la incertidumbre. Si le rondaban preguntas que otros tenían que contestar las lanzaba al aire. La elucubración no tiene sentido cuando puedes obtener una respuesta directa. Era así de simple para él. 

Hablamos durante media hora, de arte, de expresión, de metas, de sueños. Nos empujamos mutuamente a luchar por nuestros propósitos en la vida. Me dijo que tenía la belleza y la inteligencia. Que llegaría tan lejos como me propusiera. Y luego, para despedirnos, me elevó a sus alturas sosteniéndome entre sus brazos, y me estrechó muy fuerte. Parecía un sueño haber conseguido tanta ternura de un hombre tan alto, tan distante y serio como él. Lo consideré todo un triunfo. 

A día de hoy sigue siendo una inspiración. Y está ciudad no ha sido una estación más. Ha sido un destino. Porque cada vez que paso por aquel escenario donde nos conocimos me parece visitar el templo de un recuerdo querido. Y voy a él con cierta preparación mental y espiritual, porque no es un lugar que me pille de paso en mi deambular rutinario. No es algo que el desgaste haya corrompido. Cuando lo visitó lo hago expresamente. Me siento en el mismo banco, miro a la gente pasar. Nadie sabe nada de nada. Todos caminan como sonámbulos. Nadie tiene la conciencia que yo tengo de este lugar. Eso me confirma lo especial que es. Pero no echo de menos. Solo es un momento efímero fijado en un lugar físico. Es como Dios a través de Cristo. Cristo es Dios tangible. Es exactamente igual. Pero yo no caigo en la idolatría. Yo experimento la teofanía del escenario, me elevo por encima de sus rasgos materiales, me uno a la Memoria.

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